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La galería indiscreta

El turismo rural y las normas de convivencia

El turismo rural y las normas de convivencia

"Actualmente y agudizado todo con la pandemia, como la inmensa mayoría del personal no puede ir a Nepal a desconectar, pretenden hacer de Villatripas de Arriba su particular chill out. Pero no suele funcionar. Porque el lugar está medio lleno de abueletes, tundancas mal educadas y perros de lo más ladradores"

Cuando más pequeño es el pueblo y más recóndito, más parece que las normas elementales de convivencia y civismo desaparecen del manual del turista.

A casi ninguno de los lectores se les ocurriría estar paseando por la calle Uría de Oviedo, pararse delante de esas lustrosas fruterías, tomar una fruta, y tras darle un mordisco tirarla a la fuente de La Escandalera. Como tampoco sería de recibo llegar con el coche y aparcar en medio de los Jardines de Piquío santanderinos y dejarlo tal cual, mientras nos damos un paseíto por la city. Ni se nos ocurre, ni se nos permite.

Un poco exagerado quien suscribe dirán. Hace unos días me relataban unos ilustres amigos aborígenes vallucos cómo tras descender una riada de turistas del autobús, y desperdigarse por el pueblo, la ermita, la necrópolis y las sombras, algunos deambulaban entre los frutales catando sus frutos. Como quien no quiere la cosa, un pasajero tomo una pera, la mordió con desdén y la arrojó de inmediato a la poza de la fuente. Tras llamarle la atención sin aspavientos un lugareño, tanto por el hurto, -tacita a tacita se va agotando la cornucopia del huerto- como por el lanzamiento, el turista catador se sintió ofendido. Pues sólo había tomado una y no era para tanto. De lo de tirarla al lavadero, ni tan siquiera hizo mención. Acto tan reflejo ya como normalizado. Me narraban también cómo en otro bello y cercano pueblo, los apasionados visitantes llegan a la aldea y varan sus vehículos en cualquier lugar. «Total para media hora». Al menos eso es lo que los sorprendidos paseantes le suelen exponer al agricultor o ganadero, que impiden el paso de su tractor camino de la labor.

Por supuesto, que generalizar es equivocarse y ni el turista es el enemigo ni el espécimen rural en vía de extinción es siempre un ejemplo de alma cándida. Pero tampoco el pueblo es el patio de recreo del urbanita, del turista o veraneante. Las normas de civismo y convivencia siguen vigentes, vayas donde vayas. Como ya se ha demostrado en nuestra tierra, el turismo y el turista son un elemento más de nuestra difícil supervivencia. Pero ni son la panacea, ni hay que sacrificarlo todo en su altar. El cliente no siempre tiene la razón. Puede que se nos olvide que no todo el mundo en los pueblos vive del turismo, ni esto es Bienvenido Míster Marshall.

Es más que interesante y paradójico escuchar a una persona de Madrid, nacida, criada y vivida en el barrio de Chamberí, no sólo explicarle a un nativo en Los Richonchos -de donde ha salido lo justito-, sino intentar convencerle que también ella es de pueblo, porque su padre era de uno y ella veraneaba de chavaluca cerca de Barruelo. Lo que en realidad quiere decir es que: «yo soy de pueblo como vosotros, no soy una turista más». Pero, no es así. No hay comparación posible. Ni es lo mismo, ni se le parece. Pasar no es estar.

Actualmente y agudizado todo con la pandemia, como la inmensa mayoría del personal no puede ir a Nepal a desconectar, pretenden hacer de Villatripas de Arriba su particular chill out. Pero no suele funcionar. Porque el lugar está medio lleno de abueletes, tundancas mal educadas y perros de lo más ladradores. Y, o se tiene muy claro, o el idilio dura un suspiro. En ocasiones, un paseo.