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Cuadernos de Campoo

Las Traídas de Reinosa

Los Espacios intangibles de Cuadernos de Campoo

El lugar de Las Traídas está claramente marcado por el depósito de agua de Reinosa, que desde lo alto, preside un entorno de praderías y arbolado.

Entre las dotaciones de servicios municipales siempre ha habido una prioritaria: el abastecimiento de agua potable. Hasta fechas relativamente recientes, esta función se ejercía por medio de fuentes públicas a las que el vecindario acudía diariamente para aprovisionarse. Las fuentes proporcionaban comodidad y cierta seguridad sanitaria, aunque este fuese siempre un problema de difícil solución. Su otra función, sin duda, era de tipo social, como lugares de encuentro y charla informal. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX se acometen en España las obras de abastecimiento de agua por medio de depósitos y conducciones por tuberías, un diseño que podemos definir como moderno por los materiales utilizados (hierro y cemento), aunque no por el concepto (recordemos las obras de ingeniería romanas tanto de suministro como de evacuación). La modernidad de estas traídas enlaza también con el conocimiento de los mecanismos de transmisión de enfermedades, especialmente el cólera, y la preocupación por la higiene pública.

El crecimiento urbano español, lento y desigual durante el siglo XIX, se acelera en el primer tercio del XX. Es en el paso de un siglo a otro cuando las ciudades deben resolver también el problema de garantizar un abastecimiento suficiente a una población que no deja de aumentar. En todos los casos, se trataba de obras enormemente costosas que no todos los ayuntamientos se pudieron permitir. Madrid inaugura el nuevo suministro desde el río Lozoya a través del Canal de Isabel II en 1858. Santander construye su nueva instalación en 1885 y, más o menos por esas fechas, lo hicieron la mayoría de las ciudades capitales de provincia o con un número importante de habitantes.

Reinosa no se queda muy atrás. Fue el alcalde Felipe Ruiz de Huidobro y García de los Ríos el impulsor del proyecto que en 1904 redactó el ingeniero Recaredo Huagón, según los datos aportados por Paco Altuna en su obra Del Reinosa y Campoo de ayer. Se optó por captar las aguas del río Híjar y construir un depósito en el lugar llamado Los Cuetos, donde sus 25 metros de altura garantizaban el suministro a todos los edificios de la ciudad. El lugar quedó definitivamente ligado a esta construcción, hasta el punto de cambiar su nombre y ser conocido desde entonces como Las Traídas.

Lo demás es historia reciente. El gran impulso urbanístico de los años sesenta del siglo pasado no exigió ampliaciones importantes de la obra. Han sido otros cambios sociales los que han dejado fuera de uso la instalación de Las Traídas, vinculados al enorme aumento del consumo de agua (en España 158 litros por habitante y día en 2008) y a la mayor altura de las construcciones. Un nuevo depósito entre Nestares y Salces y una nueva captación de agua, ahora en Espinilla, mejoraron el suministro, aunque el viejo depósito aún se mantuvo en uso para abastecer a la zona sur de la ciudad. Finalmente, en los años noventa, dejó de estar en servicio, probablemente para siempre.

Por lo demás, este es un espacio que no ha sufrido otras transformaciones. Mantiene su carácter agrario y como lugar de paseo y ocio. Tan solo el circuito para la práctica del motocross alteró notablemente el paisaje y significó un nuevo uso, deportivo en este caso, aunque practicado en muy contadas ocasiones.

Mucho más que un depósito de aguas

Era el depósito de aguas de la ciudad, pero para muchos, además, cumplía la función de parque donde merendar en las luminosas tardes de verano. Al principio, cuando aún éramos demasiado pequeños para ir solos, nos llevaban nuestros padres porque era un lugar tranquilo, rodeado de árboles, donde sentarse en las tupidas sombras y contemplar los extensos campos que lo cercaban y los montes lejanos que guardan nuestro valle.

Para los niños era, con sus piedras canteadas y sus escasos vanos sellados, como un castillo legendario, impenetrable y envuelto, en nuestras mentes infantiles, por oscuras leyendas de ogros y monstruos. Las Traídas eran la fortaleza inexpugnable, hermética y misteriosa que se alzaba sobre una pequeña colina entre árboles que, como guardianes arrogantes, la protegían, y que poseía, para nuestros ojos asombrados de niños, todos los elementos de los cuentos que leíamos. Era como contemplar, reflejado fielmente en la realidad, el paraje que ya habíamos imaginado en nuestros sueños, poblado de sastres audaces, príncipes vengativos y reinas malvadas. Sin embargo, el temor que sus recios y grises muros nos inspiraban, se disipaba con la compañía de los adultos y la merienda que nuestras madres sacaban de las bolsas, tranquilamente, después de que hubiéramos trotado por las cuestas llenas de piedras y polvo y cansados y sudorosos nos sentábamos a comer los bocadillos de chorizo o chocolate, o grandes rebanadas de pan colmadas de natas y azúcar, quietos durante un rato, antes de volver a galopar de vuelta a casa.

Cuando nos hicimos mayores y se nos concedió la libertad condicional, íbamos solos, los niños del barrio, en bici o andando, después de haber corrido a nuestras casas a buscar la merienda. Enfilábamos el camino y cruzábamos por delante del antiguo cuartel de la Guardia Civil, tal vez un poco inquietos -ellos eran la autoridad y a nosotros nos inspiraban un cierto recelo- para continuar subiendo hacia nuestra meta en lo alto, donde imaginábamos sistemas y fórmulas para colarnos dentro del edificio o al menos -sin descalabrarnos- subir hasta el techo de hierba. En esos momentos contábamos patrañas sobre hombres ahogados en el depósito, vigilantes y policías que nos podían llevar al cuartel si intentábamos entrar en aquel recinto misterioso, o historias de la guerra, que para nosotros era una antigua y legendaria contienda, plagada de sucesos extraños e inquietantes, que había dejado un rastro de bombas enterradas en las hondonadas que había en uno de los lados del montículo y que creíamos firmemente que las habían producido los bombardeos de aquella guerra feroz. Buscábamos ansiosos armas ocultas entre las zarzas y la maleza que crecían en los hoyos o echábamos carreras en bici por los terraplenes hasta que alguno de nosotros aterrizaba sobre los guijarros y tenía que volver a casa sangrando, con las heridas llenas de tierra, a que le curasen, entre los gritos alarmados de la madre y alguna torta que aplicaba con destreza, terapéuticamente, en sus mejillas para hacerle olvidar el dolor de las rodillas y codos al sentir el estallido de la mano furiosa en su cara.

A Las Traídas se iba, también, cuando tocaba cazar grillos, cosa que sucedía todos los veranos, no se sabía bien por qué, pero tocaba, y entonces acudíamos en procesión a la ferretería a comprar unas jaulas para ellos. Eran de plástico con barrotes blancos y bases azules, verdes o rojas, con forma de cúpula y una pequeña puerta por donde meter al incauto bicho que caía en nuestras garras. A cazar grillos se iba al atardecer, que era cuando, teóricamente, salían a comer. Había que buscar agujeros en el terreno, entre la hierba, y después con una pajita, escarbar hasta que el pobre insecto asomaba. Había otras maneras de atraparlos, una de las más extendidas y a la que se aplicaban los chicos con verdadero interés, consistía en mear el agujero, las niñas utilizaban fundamentalmente el método de la paja por razones obvias. Después de que cada uno de nosotros hubiera conseguido su prisionero, nos marchábamos a casa felices, sin recordar de los años anteriores que los grillos cantaban toda la noche.

Generalmente, se mantenía al cautivo dos o tres días, después, o nosotros mismos o alguien de nuestra familia, lo liberaba produciendo un suspiro de alivio en el vecindario insomne que volvía, plácidamente, a disfrutar del sueño de las noches de verano con las ventanas abiertas y una brisa suave y cálida rozando las almohadas. 

Poco a poco, aquellos niños que crecimos inventando fabulosas historias en sus laderas, nos hicimos mayores y, algunos de ellos, comenzaron a manejar motos y a entrenarse como futuros héroes recorriendo los desniveles del abrupto terreno con sus máquinas rugidoras, expulsando de allí a los más pequeños y a los paseantes que tomaban el lugar como una etapa donde descansar tranquilamente, sentados a la sombra, en sus caminatas a través de los campos amarillos que, desde las Eras de Nestares se abrían hacia el río Híjar.

Con el tiempo, aquello se convirtió en un circuito en el que los motoristas domaban sus vehículos dando interminables vueltas por los estrechos senderos entre los barrancos y saltando, como jinetes enloquecidos, encima de cabalgaduras salvajes que rasgaban el silencio de los barrios tranquilos de los alrededores. Y llegó un día en que aquella ruidosa afición se convirtió en uno de los momentos más esperados de las fiestas de san Mateo, cuando interminables grupos de gente tomaban por asalto aquella fortaleza cercana para contemplar la pericia de los corredores de motocross.

Después Reinosa cambió, los niños comenzaron a jugar en parques dentro de la ciudad, vigilados de cerca por los adultos; surgieron nuevas costumbres y necesidades y Las Traídas fueron perdiendo su atractivo hasta convertirse en un lugar olvidado que ahora solo es el recuerdo feliz de una infancia perdida.