Ecología, sostenibilidad o solidaridad son palabras tan bellas como manidas, que a fuerza de manipularlas y tergiversarlas van perdiendo su verdadero sentido y significado.
Ser solidario a distancia es, cuando menos, fácil o al menos cómodo. Empatizamos con las desgracias ajenas, derramamos sinceras lágrimas ante la pantalla y el testimonio desgarrador, incluso domiciliamos un pago mensual a la asociación o colectivo correspondiente. Loable, en cualquier caso.
Pero cuando la solidaridad se presenta en nuestra puerta en carne y hueso, en cuerpo y alma el asunto cambia.
Afganistán quedaba muy lejos de Cantabria hasta hace cuatro días, pero ahora mismo hay refugiados afganos en nuestra tierra y para muchos la solidaridad también ha quedado lejos. Otros siempre lo han tenido claro de una u otra forma, con los de lejos y con los de cerca, da igual que se llamen Sayed y Madina o Carmen y Ramón.
Me viene a la memoria la historia de Luciano Allende Saiz. Un muchacho de Valderredible, del recóndito y bello pueblo de Arantiones, que emigró a Francia en busca de una vida mejor siendo muy joven. Tras la guerra civil hispánica, en la que tanto y tan bien nos matamos y odiamos, y tras una peripecia vital de serie americana en la segunda guerra mundial, dio literalmente con sus huesos en Mauthausen.
Efectivamente, uno de los campos de exterminio más terribles y sanguinarios del nazismo. Contra todo pronóstico aquel mozo valluco sobrevivió, pero su odisea no le permitió regresar a su tierra como hubiera deseado. Rehízo su vida, lejos, muy lejos de su tierra natal.
Curiosamente las desgracias, las guerras, las pateras y las alambradas, esas cosas siempre les pasan a otros... Campoo, Afganistán, Arantiones, Francia... Son lugares y territorios tan lejanos y diferentes como unidos por la sempiterna historia de violencia del ser humano.
Por supuesto, que cada historia tiene sus matices, pero estos no justifican el odio que en no pocas ocasiones sobrevuela nuestra sociedad, nuestra comunidad, pueblo o rellano de escalera.
Compartir las sobras o migajas y a distancia, bien física o social, nos resulta más o menos sencillo. Lo que no quiere decir que no sea también necesario. En nuestros valles, en nuestros pueblos antaño las gentes cuando apenas poseían para malvivir la única manera que tenían para sobrevivir era la solidaridad colectiva. Se compartía lo que se tenía y lo que no.
No olvidemos la extendida costumbre por ciertos lares de Campoo de la Cruz de Pobre, pequeña talla de madera que iba de casa en casa por turnos. De tal forma que cuando un caminante, vagabundo o forastero sin recursos pasaba por el pueblo, quien tenía en casa la mencionada cruz había de darle cobijo y un plato que llevarse a la boca.
No cualquier tiempo pasado fue mejor, pero tampoco peor. Simplemente diferente.
*Juan Carlos Cabria Gutiérrez es profesor de lenguas clásicas, escritor y divulgador de la cultura y el patrimonio de Cantabria nacido en Torrelavega en 1971. Esta tierra junto con la de toda su familia, Valderredible, han supuesto su mayor influencia a lo largo de sus veinticinco años de periplo investigador y literario. En 1997 publicó su primera obra, La mitología cántabra, a través de los mitos europeos. Le seguirían, Estelas cántabras, símbolos de un pueblo (2000), o Dioses, mitos, héroes y leyendas de Cantabria (2004), reeditada y ampliada en 2018. Coautor de Motivos decorativos y ornamentales en la arquitectura tradicional de Cantabria (2002), o de Cántabros. Origen de un pueblo (2012).
Conferenciante y profesor en cursos sobre patrimonio y etnografía de Cantabria, así como habitual articulista de numerosas publicaciones, como Cántabros, Aguanaz o periódicos como La Realidad o El Diario Montañés. Destaca su relación con Valderredible, en el que ha centrado muchas de sus investigaciones, y en donde discurre gran parte de su vida.*
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