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Opinión

Pilotos

Pilotos

"¿Quién querría meterse en un tubo volador pudiendo tener los pies en la tierra, rodeado de campanos, árgumas y té de braña?"

Como las cuerdas de un enorme tendal o como las trazas que dejan tras de sí los animales del desierto. Siempre me han llamado poderosamente la atención las estelas que dibujan en el cielo azul los aviones. Me gustan, claro está, mucho más los cielos completamente claros, o esos con alguna nube blanca suspendida en ellos - ingrávida - dándoles profundidad y textura, pero reconozco que esas líneas rectas, paralelas, divergentes o entrecruzadas, como dibujadas con un gigantesco tiralíneas, tienen también su belleza. Pese a que todos esos químicos blanquecinos suspendidos en el aire son la factura de la época que nos ha tocado vivir, de sus excesos tóxicos y su insostenibilidad, un avión y su estela son, para muchos, sinónimo moderno de libertad; un puente a otras latitudes, a otros idiomas, a otros mundos.

Es extraño que se nos haga extraño no ver aviones en el cielo, ahora que la pandemia ha venido a poner la movilidad en suspenso. Los aviones forman parte del paisaje (ya, casi, de cualquier paisaje), del mismo modo en que es difícil estar en un lugar donde no se oiga, incluso de vez en cuando o al menos en sordina, el sonido lejano de una turbina de avión. Así, en el extrarradio de la mayoría de las ciudades del mundo - especialmente en las inmediaciones de un aeropuerto -, el ruido inquietante de los motores al despegar o al aterrizar, forma parte ya del paisaje sonoro diario: se parece al bramido de una bestia. Es un ruido - ese de las turbinas - que siempre me pone en tensión cuando lo escucho, pues anuncia algo inminente pero inconcreto. El momento crítico donde el milagro aeronáutico se compromete.

Durante varios años tuve que viajar tanto en avión (por China fundamentalmente) que me sucedieron anécdotas curiosas como esta: en todos los vuelos domésticos chinos viaja un policía de paisano. No es difícil identificarlo pues siempre es un tipo joven, con buena planta, vestido - invariablemente - con pantalón negro, camisa blanca y cazadora negra, ocupando el asiento 32C. Durante años yo estuve abonado al asiento 32A de todos los vuelos domésticos que tomaba. Volé tan a menudo entre el año 2011 y el 2017 que llegué a encontrarme hasta una docena de veces al mismo polizonte en los aeropuertos más peregrinos de la (enorme) geografía chinesca. El poli no daba crédito. Yo tampoco. En China hay 238 aeropuertos esparcidos por una anatomía del tamaño de toda Europa.

Sumando todas las horas que me he pasado en aviones en los últimos 20 años, he calculado que me he tirado un mes largo allí arriba colgado. Paradójicamente, cada vez que estoy en tierra y observo un punto minúsculo y brillante surcando los cielos y dejando tras de sí un haz blanco - como una estrella fugaz ralentizada - pienso: ¿de dónde vendrá? ¿a dónde irá? Y, lo que no deja resultar irónico: ¿¿qué hará "esa gente", allá arriba colgada, con lo bien que se está aquí abajo...??

Esto me sucede, especialmente, cuando subo al monte en Campoo: ¿quién querría meterse en un tubo volador pudiendo tener los pies en la tierra, rodeado de campanos, árgumas y té de braña? Los cielos de nuestra comarca son territorio aledaño del paso de numerosas rutas aéreas que conectan España con Europa y esta con territorios trasatlánticos. En un día despejado (de esos en los que el valle parece flotar entre el pantano y la meseta), desde lo alto del Liguardi se pueden observar aproximadamente dos aviones cada diez minutos volando por encima de nuestros territorios.

Recuerdo, en los veranos de la infancia, que nos contaban cómo un vecino de Mazandrero había llegado a ser piloto de un avión caza y, de vez en cuando, se acercaba volando hasta su pueblo y hacía un par de pasadas alrededor, a modo de saludo. Recuerdo haber visto su avión y habérmelo imaginado como en las películas: con bigote, cazadora de cuero, bufanda al cuello y pertrechado de unas gafas al estilo "Barón Rojo".

Siempre que sobrevuelo España pido un asiento de ventanilla para intentar ver nuestro valle desde el aire, pero todavía no lo he logrado. Bien porque la ruta no pasaba justo por encima o porque el valle estaba cubierto de nubes (lo cual, no nos engañemos, no es infrecuente). Lo seguiré intentando.

Además, cada vez que he cogido un vuelo transcontinental de Iberia he prestado atención al saludo del comandante, deseando escuchar el nombre "Juan José Alonso Monreal" para poder llamar a la azafata y saludarle de parte de un pasajero paisano suyo. Antes de él, tuvimos a Carlos Rábago, que fue piloto durante casi 4 décadas. Y actualmente, surcando los cielos a los mandos de objetos voladores (identificados), hay una buena nómina de campurrianos en activo: Vicente García (Chente), Nando Agosti, Alba Dobarganes, Charly Ramos y, seguro, un buen puñado de ellos que no tengo en el radar. Incluso hay un campurriano de pura cepa que ha construido su propio avión y, cuando puede y el tiempo se lo permite, se cruza volando la Península en solitario, se llega hasta África y vuelve...!

Aunque la aviación haya perdido gran parte del romanticismo que tuvo durante la primera mitad del siglo pasado, volar, surcar los cielos, sigue teniendo algo de milagroso. Por eso, las reflexiones de uno de los pilotos más famosos de la historia, el autor de El Principito - Antoine de Saint-Exupery - siguen teniendo vigencia: "El avión es solamente una máquina, pero qué invento tan maravilloso, qué magnífico instrumento de análisis: nos descubre la verdadera faz de la Tierra."

Bienaventurados los que vuelan porque de ellos es el reino de los cielos.

*(Julio Ceballos (Reinosa, 1979) lleva 20 años trabajando como consultor de negocio fuera de España pero nunca se ha desligado de la comarca ni de su vida cultural. Reside en China y regresa a Campoo siempre que puede)*

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