Sabemos que hablar del tiempo es un lugar común, al igual que echar mano del refranero para pronosticar o confirmar las circunstancias meteorológicas. "En abril aguas mil", "Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso", "Septiembre, o seca las fuentes o lleva los puentes", "Año de nieves, año de bienes"... y así un sinnúmero de ellos. Que no llueve sobre mojado, como dice el título de esta colaboración, es una forma de introducir el tema que tanto nos preocupa: la sequía. Efectivamente, no llueve, no ha llovido y parece que no lloverá, al menos lo suficiente para mitigar las consecuencias de esta falta de precipitaciones.
El drama, que ya es general, afecta por igual a los países mediterráneos y a los centroeuropeos, al norte de la península y al sur, a las zonas tradicionalmente secas y a las lluviosas. Cada ecosistema tiene sus equilibrios y las variables climáticas (temperatura y precipitación) son la base de ese equilibrio, de manera que si se alteran circunstancialmente hay perturbaciones, pero si esa alteración se prolonga durante años (no muchos) los efectos negativos llegan a ser catastróficos.
En el mundo occidental, hasta bien entrado el siglo XIX, las sequías provocaban malas cosechas e, inevitablemente, hambrunas y encarecimento de los alimentos, hechos que, a su vez, derivaban en enfermedades y, con frecuencia, revueltas sociales a veces muy violentas. Se trata, no lo olvidemos, de un fenómeno también actual, observable en muchas partes del mundo, sobremanera en África. En los países industrializados la agricultura y ganadería modernas rompieron con los ciclos de hambrunas y generaron excedentes de alimentos, hasta el punto de que, salvo en periodos de guerra, la falta de comida dejó de ser un problema. Pero la sequía persistente puede trastocar esta despreocupada abundancia, ya veremos en qué grado. Hay que recordar que la agricultura supone tres cuartas partes del consumo total de agua en nuestro país.
Una gran parte del territorio peninsular presenta una estadística anual de bajas o muy bajas precipitaciones, por lo que el uso del agua, su almacenamiento y redistribución ha sido, desde siempre, prioritario para la economía y el sostenimiento de sus gentes. Obras hidráulicas de todo tipo han asegurado un suficiente nivel de abastecimiento, con momentos recurrentes de crisis. Lo que estamos viviendo en estos últimos años es algo más que una crisis al uso. El optimista (o el negacionista) se aferra al dato circunstancial: siempre ha pasado y esto pasará. El mundo científico lleva años alertando de las consecuencias del cambio climático por culpa de la acción humana. Y lo que es más grave, nos avisan de que estamos a punto de superar el umbral de lo irreversible.
Campoo, desde el punto de vista climático, es una zona de transición entre al clima atlántico (húmedo y de temperaturas moderadas) y el mediterráneo continentalizado (seco y de temperaturas más extremadas). Las diferencias de altitud y la exposición a las solanas o las umbrías, determinan variables locales a veces significativas. Las precipitaciones de otoño y primavera, así como la nieve acumulada en el invierno, han sido la garantía de una suficiente disponibilidad de agua. Cuando este régimen se trastoca por reducción, sufrimos inmediatamente las consecuencias. Disponemos de un medidor perfecto para comprobar cómo va la cosa: el embalse del Ebro. Que a estas alturas del año supere ligeramente el 40% de su capacidad es algo histórico, aunque haya habido registros malos también en otros momentos. Lo significativo es la tendencia a la baja acumulada en estos años.
Algunos datos, pocos, para no abrumar: la precipitación media anual de la comarca fue, entre los años 1981 y 2010, de 800 l/m2 (con variaciones entre los 600 l/m2 de las comarcas más al sur y los 1.000 l/m2 de las orientadas al norte). Sin embrago, se recogieron 510 l/m2 en el año 2022, año en el que se contabilizaron 119 l/m2 durante el primer trimestre. En el actual 2023 han sido, para el mismo periodo, 121 l/m2. Todo apunta a que vamos camino de repetir el mal año pluviométrico. El otro componente que agrava la sequía, las temperaturas, sigue un patrón similar: años más calurosos de media y picos de temperaturas máximas más altos.
Con estos datos, locales y generales, qué se puede hacer. A nivel individual, no malgastar (la media de consumo por habitante y día en 2020 fue de 133 litros). A nivel público, optimizar los recursos, mejorar infraestructuras y vigilar los derroches. Pero lo primero que llegará serán, sin duda, las prohibiciones, efectivas ya en muchas zonas. Con las mirada puesta a medio y largo plazo, me temo que la economía impondrá su peso y sólo la catástrofe será capaz de enmendarla. Eso, o sacar el santo para que llueva.