Decían las malas lenguas que empinaba mucho el codo, que muchas tardes se metía ocho o diez cubatas entre pecho y espalda y que por las mañanas llegaba con retraso al trabajo, con la lengua fuera, con resaca y con sueño porque no había pegado ojo por la noche y, a veces, caía rendido en brazos de Morfeo y le habían pillado en más de una ocasión planchando la oreja en su despacho, incluso durmiendo a pierna suelta despatarrado en su silla.
El jefe de sección, amigo de infancia, estaba hasta las narices, pues había dado la cara por él para que lo admitieran en la empresa, y lo había defraudado, casi siempre estaba mano sobre mano, de brazos cruzados, días había en que parecía que se había levantado con el pie izquierdo y no daba pie con bola, elaboraba informes sin pies ni cabeza y cuadraba los balances a ojo de buen cubero. Y cuando le llamaba la atención hacía oídos sordos, las amonestaciones y advertencias le entraban por un oído y le salían por otro, aunque de vez en cuando prometía enmendarse, partirse el pecho trabajando, dar el callo como el que más, estar siempre al pie del cañón, dejarse la piel, en definitiva, sentar la cabeza; y lo decía con sinceridad, con el corazón en la mano.
Pero como tenía la cabeza a pájaros, era poco constante y no tenía dos dedos de frente, enseguida volvía a las andadas, sin ver más allá de sus narices, sin ver las orejas al lobo, sin mover un dedo para superar su situación, sin caer en la cuenta de que estaba a punto de caérsele el pelo, de que su amigo y valedor ya no le miraba con buenos ojos, sino que le ponía cara de pocos amigos y le advertía que no iba a volver a poner la mano en el fuego por él si venían mal dadas, pues ya le había dejado más de una vez con el culo al aire, y le echaba en cara que era un caradura, que tenía un morro que se lo pisaba, que ya habían pasado los tiempos en que los dos eran uña y carne, y que no estaba dispuesto a que le siguiera tomando el pelo y subiéndosele a las barbas, y que si había problemas él pensaba lavarse las manos.
Así las cosas, empezó a rumorearse que la empresa estaba en crisis, que se acabaron los tiempos de las vacas gordas y del enriquecimiento a manos llenas; andaba en boca de todo el mundo que la dirección iba a cambiar de manos, que se iba a hacer cargo un tipo con mano dura que iba a meter mano al asunto y que iban a rodar cabezas. Andaba con la mosca detrás de la oreja, le daba en la nariz que él iba a ser cabeza de turco, uno de los despedidos, que le iban a poner de patitas en la calle y se iba a quedar con una mano detrás y otra delante, sin trabajo y sin dinero, pues se había gastado una pasta en un coche que le había entrado por el ojo derecho y le había costado un ojo de la cara, o un riñón, que viene a ser lo mismo, y había tenido que pedir un crédito y estaba endeudado hasta las cejas, con las manos vacías y con el agua al cuello.
Veía, en definitiva, su porvenir negro como la boca del lobo, y cuando pensaba en ello se le ponían los pelos de punta, se llevaba las manos a la cabeza, se tiraba de los pelos, se mesaba las barbas y se le caía el alma a los pies. Incapaz de hacer frente al problema, de plantar cara a la adversidad, andaba todo el tiempo calentándose la cabeza, comiéndose el coco, con la cara larga, sin levantar cabeza, hablando entre dientes, con cara de circunstancias...
Tanto le dio por pensar que acabó por perder la cabeza: comenzó a hablar por los codos, a darle a la lengua, se lió la manta a la cabeza y amenazó con parar los pies al jefe de personal, le aconsejó que anduviera con pies de plomo, que no le buscara tres pies al gato, que él sabía de primera mano de qué pie cojeaba y cuál era su talón de Aquiles, y como no tenía pelos en la lengua lo contaría todo con pelos y señales y al jefe se le iba a caer la cara de vergüenza y no se atrevería a mirar de frente a nadie, ni andar con la cabeza alta, sino que querría salir por piernas y poner pies en polvorosa; algunos compañeros, al oírle, ponían ojos como platos, otros se quedaban con la boca abierta y muchos le creían a pies juntillas y se frotaban las manos pensando que ya era hora de que dieran para el pelo a los jefes; y le tiraban de la lengua y él seguía poniendo el dedo en la llaga, enseñando los dientes, dando el do de pecho, en pie de guerra, sin morderse la lengua, asegurando que defendería su puesto de trabajo a brazo partido, a pecho descubierto, con uñas y dientes, que no pensaba dar su brazo a torcer, que prefería morir de pie a vivir de rodillas, que no pensaran que se iba a rendir y marcharse con la orejas gachas y el rabo entre las piernas, y que sólo le sacarían de la empresa con los pies por delante.
Al final, tuvo la suerte de cara y todo le salió a pedir de boca: tan decidido y peligroso lo vieron los jefes que pensaron que el asunto se les podía ir de las manos y no se atrevieron a ponerle la mano encima, así que, haciendo de tripas corazón, no sólo no lo despidieron, sino que le asignaron un puesto de más categoría, que le venía como anillo al dedo, con poco trabajo y buen sueldo, como para poder vivir a cuerpo de rey.
Y es que, aunque él no lo sabía, había nacido de pie.