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Con mi compañera de color

Donde el hombre del tiempo mande

Donde el hombre del tiempo mande

"Salir de casa con billete de vuelta no es viajar. No acertaría a definirlo, pero es un concepto diferente, así que esta vez me tengo que conformar con saber que todo lo que haga será improvisado hasta que llegue el momento de tomar el avión de retorno"

Me dicen que es media mañana y en el "Burriquín" del aeropuerto de Viena hay una mochila negra y, a su lado, un tiparraco mirando el móvil mientras toma el ¿café?

Salir de casa con billete de vuelta no es viajar. No acertaría a definirlo, pero es un concepto diferente, así que esta vez me tengo que conformar con saber que todo lo que haga será improvisado hasta que llegue el momento de tomar el avión de retorno.

El periplo dio comienzo la noche previa y con un tramo en sentido contrario al destino. Al acercarnos en la jardinera al pequeño avión de hélices que nos aguarda en el aeropuerto de Loiu, por un lado sé que el ruido de los motores me va a poner la cabeza como un tambor y, por otro, comprendo la razón de que un viaje de unos mil kilómetros nos vaya a suponer más de dos horas en el aire. Convendría añadir que no me entusiasma volar y que, de todos los aeropuertos que conozco, el de capital vizcaína es de los que menos gracia me hacen: pequeño, encajonado y, lo peor, ese tramo inicial en el que se sobrevuela el cementerio de Derio a tan escasos metros de altura que podría leer el nombre del "Iñaki" finado en la lápida, siempre me da mal rollo. En fin. Con lo bien que estaría yo en casa viendo "Sálvame" y otros "documentales" de Tele5.

La mayor parte de los ocupantes del vuelo se conocen, deben de ser compañeros de trabajo, así que, al sobrevolar las Arribes del Duero, y dado que la algarabía no me deja escuchar el podcast, decido apagar el móvil. Mejor. Las risas se contraponen con la melancólica sonoridad del portugués. Me siento en casa.

Aún recuerdo cuando hace años tenía sensación de desasosiego cada vez que llegaba de noche al destino. Sin embargo, ahora me es fácil hacer memoria y verme callejeando por Amterdam, por Belgrado, por Londres, por Sofia o por Tiraspol, atravesando parques escasamente alumbrados, preguntando a alguno de los pocos viandantes que pudiera haber a esas horas y que, en varios casos, no hablaban una palabra de inglés. Son casi las 10 de la noche de un día de febrero de 2020 y la sensación es la opuesta. La noche cerrada hace que me embelese durante la maniobra de aproximación con la visión nocturna de los iluminados puentes de Vasco de Gama y 25 de abril que cruzan el Mar de la Palha. Por algo, cuando estoy en Portugal, me siento tan luso como español.

Esta será una de las pocas veces en que una escala, y realizada a contramarcha, suponga un aliciente. Llegada casi la media noche, tras deambular 45 minutos por los barrios anejos al aeropuerto, siguiendo las indicaciones de "míster GPS" y alcanzado el "Airbnb" en el que me tocará alojarme esa noche, me decido; Es sábado, tengo cerca una estación de metro y, además, no todos los días uno está en Lisboa. Tras el paseo por el entorno de la Plaza del Comercio, con sus "carrys" y sus ascensores, tecleo en el móvil las palabras mágicas que me conduzcan a un lugar en el que tomar un refresco: "rock bar". Sí, amigo mío, has de saber que, por alguna razón que se me escapa, a pesar de mi aristocrático porte, de mi atildada presencia, de antemano sé que solo en esos tugurios de música heavy no voy a ser rechazado por la descriptible elegancia de mi indumentaria. 
Cuando a las 6 de la mañana del domingo suena la alarma del móvil, maldigo el momento en que se me ocurrió salir la noche anterior. El paseo matutino al aeropuerto me sirve para despejarme y, sobremanera me pongo en guardia, sobresaltado, cuando durante la espera para el embarque escucho a una oriental toser. ¿Os acordáis? Aquello que pasaba en Wuhan. Cosas de chinos.

Las azafatas portuguesas de TAP son extraordinariamente guapas. Mal que me pese, también sus compañeros varones. Hoy no me corono como macho alfa. Afortunadamente tengo la certeza de saber que Monica Bellucci o Halle Berry o, lo más probable, ambas, llevan años tratando de encontrarme. Quizá esta vez.

Viena está próxima a la frontera y bien comunicada con Chequia o Hungría. Tampoco me importaría hacer un recorrido por Austria. De este modo, mientras desayuno en el aeropuerto, miro la predicción meteorológica y, atendiendo a este criterio, decido cuál será el destino para los próximos 7 días. Nunca he puesto mis pies en Eslovaquia, estado nacido de la desaparición de Checoslovaquia tras el "divorcio de Terciopelo" de 1989 y la predicción para los próximos días no parece mala, para ser febrero.

Bratislava, la capital eslovaca está a una hora de camino, así que la siguiente tarea será buscar la forma de alcanzar esta ciudad ribereña del Dunaj, ese río que en ninguno de los países que atraviesa se llama así, pero que nosotros hemos convenido en denominar Danubio. Lo bueno del madrugón es que aún no es mediodía y ya estoy alcanzando mi primer destino. Me quedan más faenas para cuando lleguemos, la primera de ellas será buscar un McDonalds, el restaurante de "haute cuisine" favorito de quien escribe. Una vez satisfechas mis necesidades nutricionales, con la clarividencia que proporciona el estómago lleno, ya me dedicaré a hacer lo que más pereza me da, que no es otra cosa que buscar alojamiento.

Miguel Sainz visto por si mismo:

Gran urbe y montaña, hogareño y viajero, el más cagón y el menos pusilánime, estudiante de Matemáticas y profesor de Física, abierto y antisocial, riguroso y anárquico. Hago muchas cosas y, sin embargo, todas mal. Una de las que peor, viajar. Allí mismo y ¿qué pintó aquí?. Ah, y si algún día te cruzas por ahí con un dandy, bien peinado y rasurado y vistiendo un traje de Armani, acércate a saludarle; seguro que no soy yo

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