Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios. Si continua navegando, consideramos que acepta su uso.
Puede obtener más información, en nuestra Política de Cookies.

De letras y otros retales

Lo atemporal de las gabardinas

Lo atemporal de las gabardinas
  • "La abuela Clotilde ya no estaba y el único recuerdo que conservaba de la tata era aquella toquilla que adornaba su cama. Aquella cama que ya no era de matrimonio, ni de ningún amante, ni tan siquiera de algún amigo"

  • BenHur Valdés Llama estrena su Acento Campurriano con este relato

Compró la gabardina en su luna de miel. Blanca y negra. De marca. Una Dolce & Gabbana, en un outlet de Nueva Jersey. A los turistas los llevaban desde el hotel hasta los grandes almacenes, visita y parada obligatoria (y obligada ella), en un furgón limusina con otros turistas en playeras y cazadoras vaqueras. "Lo más top en los 2000" que dice ahora Quique. A ella los conceptos unidos de furgón y limusina no le parecieron el tándem más perfecto.

Nada más subir al vehículo se situó en el asiento más cercano a la ventanilla para poder ir observando el río Hudson, el de la película de Stallone, y pensó que podría contar la anécdota con algún chascarrillo de friki. Todos los que se subieron a aquel furgón limusina tenían tatuadas en la cara las mismas expresiones de ilusión. Portaban las mismas riñoneras, con publicidad de algún supermercado, sobre el regazo, y entonaban los mismos comentarios de enamorados que no saben si desean más disfrutar de su honeymoon o regresar a sus nuevísimos pisos con hipotecas imposibles y avales paternos.

Los 300 dólares, que su recién estrenado marido fue desdoblando, al cambio no le supusieron un gran desembolso. Era su viaje de novios y la tía Encarna, aquella mujer que parecía recién salida del patio de vecinos de una película de Almodovar, ya le había aconsejado, antes de coger el tren en Albacete, que aquellas vacaciones se disfrutaban "una vez en la vida", y por ello no tenía que pensar en gastar menos dinero del que quisiera por aquello de ir haciendo un saquito para el futuro, o para terminar el ajuar que no consiguió completar con los sobres de los invitados al convite nupcial.

Ella nunca llevaba mucho dinero en la cartera. Ni mucho ni poco, no llevaba. Ni tan siquiera nacido Quique. Su padre le había repetido mil y una veces que era necesario e incluso imprescindible que tuviera siempre unas perras encima "por un por si acaso". Pero ella, tan poco prevenida, no creía que le fuera a ocurrir nada extraordinario que no pudiera resolver con un par de euros perdidos en la guantera del Volvo.

En ese momento el simple gesto de descolgar la gabardina de la percha de madera se le hacía un trabajo tedioso y casi imposible. Se intentó autoconvencer de que realizaría el cambio de armario ese mismo fin de semana, pero no lograba atisbar las ganas de levantarse de la cama para ejecutar esa tarea que se le antojaba inútil. Fran era el que siempre se ocupaba de la casa. "¿Dónde se habrá visto que sea el marido el que se planche el uniforme?". Con esa frase (y otras tantas) había convivido los últimos 20 años de su vida. Ella que tenía más que suficiente con acudir cada mañana a la fábrica para empaquetar las galletas que llevaban a su lado un lustro.

Ahora que iba a despedirse de Fran aquella gabardina era la prenda ideal para el entretiempo de su pueblo. "Hasta el 40 de mayo no te quites el sayo", que le repitió machaconamente la abuela Clotilde, hasta que su voz se apagó en la residencia en la que la postraron sus hermanos.

La abuela Clotilde ya no estaba y el único recuerdo que conservaba de la tata era aquella toquilla que adornaba su cama. Aquella cama que ya no era de matrimonio, ni de ningún amante, ni tan siquiera de algún amigo.

Se colocó lenta y meticulosamente la gabardina sobre los hombros. Era la primera vez que se la probaba, ni tan siquiera 20 años atrás se probó aquella prenda. Fran la convenció de que le quedaría estupenda y su voz sonó a prisa en la elección para que no tuvieran que estar esperándolos en el furgón limusina.

Mientras paseaba hasta el cementerio pensó en la falta que le hacía Fran hasta para decidir qué cenar aquella noche. Pensó en la razón que tuvo en aquel septiembre del 2001, en aquel outlet, en Nueva Jersey, y en todos los septiembres que siguieron a aquel año. Pensó en la razón que tuvo Fran a 6.000 kilómetros de su casa y en las razones que tenía bajo el mismo techo compartido.

Ella pensó en lo atemporal de las gabardinas y en la tristeza de enterrar a su marido en primavera.

(Retrato de BenHur Valdés Llama: Andrea Jiménez).

BenHur Valdés Llama (1985). Periodista desde hace algo más de una década. Ahora en la Asociación Desarrollo Territorial Campoo Los Valles.

Aprendiz de escritora. Justas Literarias, José Calderón Escalada, José Hierro, Langarita. Springsteeniana a media jornada.
Perfil completo: bit.ly/1PzkQMX