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Sociedad | Aguilar de Campoo

Lali Rojo cumple un siglo de vida en Aguilar de Campoo

Festejó la efeméride en compañía de su hijo, de un buen número de alumnos del colegio San Gregorio y de los profesionales de Tercera Actividad de Aguilar de Campoo, donde reside desde hace una década

Lali Rojo vino al mundo un 22 de diciembre de 1922 y recientemente ha festejado su centenario. Lo hizo en la Residencia Tercera Actividad de Aguilar de Campoo rodeada de su hijo Nacho, un buen número de alumnos del colegio San Gregorio de Aguilar de Campoo, que, precisamente, acudieron para alegrar la Navidad a los residentes con sus actuaciones de teatro, danza, monólogos y música, y de los trabajadores del centro.

Visiblemente emocionada, la homenajeada, no tuvo más que palabras de agradecimiento para Tercera Actividad y las personas que le atienden a diario. Es más, cuenta que fue ella, quien decidió vivir en la residencia. "Les dije a mis hijos que yo no estaba para viajes, ni para ir de un lado a otro, que prefería estar aquí y, mira, ya son más de diez años". Un tiempo en el que ha procurado participar en las actividades y ayudar en todo lo posible, "me gustaba mucho coser, remendar toallas o lo que me diesen, ahora ya, la vista no me deja". Eso sí, siempre ha de estar "activa, entretenida", ¿cómo lo logra? Le encantan los crucigramas y los sudokus. A sus 100 los resuelve con una agilidad que ya quisieran para sí muchos jóvenes. También ha empezado a pintar, "¡fíjate llevaba sin coger una pintura desde la guerra y ahora me entretengo así!".

Lali vivió la guerra a caballo entre Barruelo de Santullán, donde su padre encontró trabajo en la mina, y Aguilar, aunque donde más tiempo ha pasado es en la villa galletera, en su pueblo. Aquí conoció a su esposo Tomás y aquí tuvo a sus tres hijos: Tomás, Maite y Nacho. Ahora todos viven lejos: en Santander, Irún y Santa Cruz de Tenerife. Vienen a visitarla de vez en cuando y habla con ellos a menudo. Tiene ya siete nietos y tres o cuatro biznietos. Casi nada.

Trabajó hasta que se casó en la fábrica de galletas Fontaneda. "Eso sí era trabajar", recuerda, "no había tantas máquinas, casi todo se hacía de forma manual y más artesanal". Y, "¡qué bien olían las galletas!, cuando las partías te llegaba el olor a mantequilla y a leche condensada". Echa de menos algunas cosas de aquellos tiempos, pero reconoce que otras han mejorado mucho. De hecho, de vez en cuando, en el centro le han llevado a visitar a la Virgen de Llano, de quien es muy devota y quien, a buen seguro, le ha protegido a lo largo de este siglo de vida, para que haya llegado hasta aquí así de bien.