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Campurrianos | Reinosa

El druida campurriano

José Ramón del Barrio, chef

Nueve ollas ferroviarias, unas hermanas de otras, en escala, como si se tratasen de matrioskas, lucen en bronce lustroso las iniciales de su dueño, las empuñaduras en asta de venado y el cuerpo de acero inoxidable. José Ramón del Barrio posiblemente posea la mayor colección de ollas y más variada de Campoo.

Desde una coqueta ollita para una ración hasta una marmita digna de los galos que da rancho a más de setenta comensales. Las guarda con mimo en el garaje de menor a mayor. Primero la de una ración y después las de 3, 11, 20 (dos), 22, 35, 40 Y 77.
Esta afición le viene desde 1987, cuando un maestro de la Escuela Taller que descendía de Mataporquera le regaló una, pero su pasión por la cocina es de toda la vida. Dice que lo ha mamado en casa, su abuela fue cocinera y repostera del Hotel Real de Santander y también del reinventado Hotel Universal de Reinosa.

Chef de formación, aunque no ejerce como tal, a Barrio le picó el gusanillo y comenzó a investigar y alimentar sus inquietudes culinarias con este tradicional plato hasta que se animó a participar en el Concurso de Ollas Ferroviarias del día de San Sebastián. Al segundo año ya ganó algún premio y desde entonces siempre que ha participado ha levantado la cuchara, ya sean primeros, segundos o terceros puestos.

Ahora ya no participa, pero las cata desde la barrera y su trayectoria le acredita como uno de los miembros del jurado del concurso. Si se pone serio con el tema, es de los puristas: carne (mejor ternero añojo de calidad) y buenas patatas (de secano). Añadir verduras como las cebollas rojas de Potes, ajos granates o puerros frescos -"de los chillones que hacen llorar"-, aderezar con vino blanco y un buen pimentón de La Vera. Guisantes, champiñones y alcachofas no son bienvenidos en estos eventos.
Pero si no es para concurso su paladar ya es más flexible. Cocina hasta una docena de ollas diferentes de cosecha propia. Le gusta la de alubia roja de Tolosa con cerdo ibérico de Salamanca, "exquisita casquería" a base de oreja, morro o patas. Sigue con la alubia y ahora le añade caza menor: codorniz, perdiz o conejo de monte. Deja la montaña y se lanza con una caldereta marinera con anguila, rape, cigala, almeja y gambón.

Desde su punto de vista, las de patata no deben bajar de las tres horas de cocción, al ritmo del "plof plof". La idea de hervir no le gusta nada, "se desarman los alimentos, se evaporan los olores y sabores y todo se esfuma por la chimenea...". Aquí ya se gana a una buena parte del público: "los platos de cuchara a fuego lento y las legumbres mejor si son de un día para otro".

Confiesa que se ha vuelto más selectivo. Cuando es menester y se pone el delantal prefiere guisar para treinta o más. "La olla es personal e intransferible, que luego te la devuelven con la porcelana de la cazuela saltada y el guiso se agarra". Él marca las fechas y no perdona ni las navidades ni el día de Campoo, donde cocina para sus amigos en El Espolón.

Prefiere utilizar la de once raciones, que está siempre acompañada por la de tres, pero con trampa, pues encierra habitualmente una pócima digestiva: orujo (a ser posible portugués) y té del puerto. Si cree que debe ampliar la familia le facilita los materiales a un amigo para que se la fabrique, y cuando una nueva olla llega a sus manos siempre se aplica la misma liturgia: un guiso para estrenarla y la bendición con un vaso de vino.

Aun así, para él las ollas son solo un vicio dentro de la gastronomía y también es jurado del concurso de pinchos de San Mateo. Barrio explica la geografía ibérica por sus alimentos, mientras habla mueve los brazos y parece que los está cocinando mientras sus interlocutores se remangan.

Ha dado de comer a Marianico el Corto, toreros y también a "muchos flamencos" en la Feria de Abril. La mayor bacanal fue en la Casa de Cantabria en Burgos cuando, armado con toda su colección de ollas, más otras dos que le dejaron, cocinó para unas 250 personas.

Militante de la cocina vasca.

En cuanto a sus gustos gastronómicos, José Ramón del Barrio es devoto de la cocina vasca, concretamente de la orden guipuzcoana. En su altar están San Martín y San Pedro. Para él una cosas es alimentarse y otra comer (con mayúsculas), y cuando se lo puede permitir hace turismo de alta cocina. En breve volverá al restaurante de Berasategui, donde ha reservado día, y no tardará en repetir en el de Subijana. Aquí el cubierto supera ampliamente los cien euros pero asegura que "es toda una experiencia para los sentidos".

Arzak le parece un crack, de Arguiñano opina que ha explotado más su faceta mediática que su restaurante y valora la cocina de Adriá, pero desde su punto de vista, "la investigación en cocina es una estrella fugaz", porque su recuerdo no perdura en la boca. Como contraste vuelve a sus maestros; un salmonete de Martín Berasategui o un bacalao al pil-pil de Pedro Subijana para conservar su sabor en el paladar durante años.

Asegura que la cocina es su oficio. "No vivo de ello pero vivo para ello". No hay día en el que no cocine. Muchas veces le han preguntado por qué no ha montado un restaurante y responde que en hostelería no trabajaría para nadie que no fuese él mismo.
Siguiendo un poco la mentalidad del ‘de hacerlo, hacerlo bien', confiesa que su ilusión sería poder abrir un restaurante no muy grande y bien atendido en la comarca, "donde se coma un poco mejor". Mientras llega ese plato estrella, cocina sus ideas a fuego lento y mantiene en la nevera varios proyectos para poder ofrecer a los clientes su pasión por la cocina.