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Tardes de domingo

Donde habita el olvido

¿Hasta cuándo tiene vida una casa sin personas?

 Acabas de volver al lugar donde hiciste tu vida. Aquí has nacido y crecido, has hecho hijos, los has amamantado y criado. Has cocinado durante tres mil horas y te ha dado tiempo a discutir y reír. Un sitio hostil y también acogedor donde has hecho el amor a tu manera. Compraste una telefunken y hasta pusiste un teléfono con tarifa a pasos. Te has partido los riñones en la huerta, picando leña y cuando acababas te recostabas en un escañil con dos cojines.

Una estancia que puede ser cocina y salón. Un lugar atemporal y caduco donde solo se filtra por el oeste la luz de un sol mortecino que te anuncia que son las 19.32 y que esta casa, definitivamente, se acaba hoy.

No sabemos cómo llegó ese santo a la pared y esa percha es desconcertante. No hay nada que orbite en torno a esa silla. Tus nietos no han sabido qué hacer con la rinconera y queda un periódico por el suelo que se libró de la lumbre. Ahora vienen a comprarte 147 metros cuadrados repartidos en  algo más de dos plantas. El arraigo que tienes a estas cuatro paredes te lo llevas puesto en la cabeza. Ya han cumplido su función. Te llevas fotos; una en tono sepia de un día que pasó el médico para certificar lo sana y hermosa que nació tu hija, y otra de la matanza del chon más grande que tu marido alimentó.

Mañana la tirarán. Será huerta, jardín, un choco o un garaje. Tu obra no desaparecerá, se transformará. El cargadero de sillería es una obra de arte; dice que fue labrado en 1913. Lo conservarán para darle abolengo. Cedes el testigo de la piedra al pladur.

Se escurre tu impronta por las vigas acuchilladas. Has aguantado más que los muros. Lo has hecho muy bien. Sal ya. No hace falta que cierres con llave. Despídete. Llévate lo que queda del amor al que canta Sabina y sobre el que escribe Cernuda. Gracias por habitar.

Tardes de domingo

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