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Cuadernos de Campoo

La Barcenilla

La Barcenilla

Vista de La Barcenilla en los años 60.

Los Espacios Intangibles se centran esta semana en la ribera del Ebro en Reinosa

Bárcena, barcenilla, es un topónimo muy característico de Cantabria referido a los lugares llanos próximos a un río, generalmente en un meandro de suaves riberas apropiadas para cultivos, que sufre periódicamente inundaciones. Es posible que la palabra provenga de la voz prerromana bargina, derivada de barga, campo inundado.

El emplazamiento reinosano de La Barcenilla responde en parte a ese modelo, pero reúne otras características que lo hacen diferente. Adosado a un empinado promontorio de roca caliza que estrecha notablemente la bárcena, formada, a su vez, en el espacio de confluencia entre el Híjar y el Ebro. El diminutivo barcenilla es, por tanto obligado dadas las características físicas del lugar.

La ocupación humana transformó y, en cierta forma, redujo ese espacio. Una senda paralela a la margen izquierda del río y una línea férrea delimitan el pequeño triángulo urbanizado. Esta última ha sido, indudablemente, el factor determinante en la configuración del barrio. El desarrollo urbano de los núcleos afectados por el ferrocarril tuvo siempre en las vías del tren una frontera física y sociológica. Lo que estaba al otro lado, es decir, los espacios urbanos o periurbanos a los que se accedía cruzándolas, quedaban en cierta medida marginados. Solo el empuje urbanizador de la segunda mitad del siglo XX propició, en muchos casos, la ocupación residencial (no tanto la industrial) de estos lugares.

La Barcenilla puede considerarse, en su evolución, un ejemplo de adaptación a los cambios promovidos por el desarrollo industrial en áreas de la periferia urbana. Espacios geográficos imprecisos, zonas de contacto con los núcleos rurales inmediatos, en ocasiones poco favorables, por su tamaño y condiciones, para albergar las grandes instalaciones industriales o residenciales, pero que, por esa misma razón, más asequibles, dado el menor valor del suelo. Su condición de lugares mestizos se refleja en la interesante mezcla de usos dentro de un espacio muy reducido: agrario, manifestado en las huertas; preindustrial, denotado por el calero o el molino harinero; industrial, visible en los pequeños talleres o fábricas; residencial, con viviendas bloque típicamente urbanas y construcciones aisladas de tipo rural. A todo esto hemos de sumarle el hecho de que el lugar es, también, zona de comunicaciones claramente marcada por la presencia del paso a nivel que da acceso al barrio, pero también al camino que comunica con el vecino núcleo rural de Requejo. Este hecho motivó que durante mucho tiempo fuera frecuentado por paseantes que le añadieron un uso recreativo, como espacio de ocio.

La misma posibilidad física de ampliar la ocupación del suelo y el crecimiento de la ciudad en otras direcciones fueron dejando a La Barcenilla en su estado actual. La dotación de suelo industrial en polígonos específicos trasladó los pequeños talleres e industrias a ellos, manteniéndose en la actualidad un uso exclusivamente residencial, sin que haya habido una ampliación del mismo en las últimas décadas. En cierta manera, el barrio sigue presentando su carácter semiurbano e intenta rescatar la función de espacio de ocio, perdida también por la irrupción de otras sendas mejor adaptadas que atraen a los paseantes. El proyecto de recuperar esta bárcena, dentro del plan más ambicioso que pretende construir un camino a lo largo del río hasta Fontibre, ha tenido, por ahora, una repercusión menor, plasmada en la construcción de una pasarela y la adaptación de una zona de paseo sobre el llano de inundación del Híjar. El descuido y la proliferación de basura en el entorno, no ayudan precisamente, a que mejore el atractivo del lugar.

Recuerdos de La Barcenilla

Existían dos Reinosas. La calle del Generalísimo Franco, desde el Cañón a la fuente de la Aurora, y la avenida José Antonio que llegaba hasta el parque de Cupido (calle Mayor y avenida del Puente de Carlos III, en la actualidad), que formaban la ciudad, donde estaba el comercio y cuyas aceras recorrían los vecinos para hacer las compras, a diario, y los días festivos despacio, paseando en parejas los adultos, y en pandillas ruidosas y numerosas los más jóvenes; pero había otra Reinosa formada por los barrios, más rural, más antigua, en la que los niños jugaban en las calles aún sin asfaltar, poblada de risas y voces en los veranos interminables de nuestra infancia sin miedo, en la que las mujeres se sentaban al sol al lado de su portal o vivían permanentemente acodadas en las ventanas de las galerías o en los balcones, controlando desde lejos, sin entrometerse, los juegos de los niños del barrio, en esa Reinosa floreciente de los años 70.

La Barcenilla era un pequeño barrio alejado del centro, surcado por dos grandes cicatrices, el Ebro y la vía de tren. Era la frontera, aquí acababa la ciudad. El barrio estaba formado por varias casas, huertos, algún pequeño taller y la fábrica de anchoas en lo alto del cerro del paseo de Vista Alegre. Las huertas estaban entre dos ríos, en la confluencia del Híjar y el Ebro, como si fuera, y eso se aprende mucho más tarde, la ciudad de Koblenza y la unión del Rin y el Mosela bajo la atenta mirada de la estatua ecuestre del Káiser Guillermo y donde allí hay parques, aquí surgían las matas de judías o cebollas que se concentraban en el triángulo inundado periódicamente por los dos ríos. En nuestro barrio no había estatuas, ni siquiera había aceras, pero disfrutábamos de una vida tranquila y feliz, interrumpida, solo, por los trenes conocidos como chispas o por los mercancías. Los elementos más atractivos para los niños eran, sin duda alguna, la garita verde del guardagujas y el cierre para los peatones, una puerta tornadiza, que se convertía en nuestros juegos infantiles en un improvisado tiovivo que daba vueltas y más vueltas. Los veranos eran el territorio de nuestra infancia, las huertas presentaban vivos colores y constituían nuestro diminuto reino donde destacaba el pequeño huerto del señor Varona, ordenado y armónico como si fuera el expositor de un supermercado. En aquel feudo de hortalizas, y arrullados por los ladridos de los perros, jugábamos sin descanso.

En el invierno había otros alicientes, sobre todo en la zona del Calero y la cuesta que conducía a la fábrica de conservas Hoyo, aquella pendiente era una improvisada pista de esquí en la que cada uno usaba lo que estaba a su alcance para deslizarse, trineos, bolsas de plástico o algún recipiente de madera, mientras la nieve cubría las huertas y los ríos mordían las orillas blancas y muertas.

El túnel del tren, con su gran boca negra y profunda, el más largo de Cantabria, destacaba sobre el blanco de la piedra de las vías y la línea horizontal de la traviesas. El túnel era el reto de nuestra imaginación de niños callejeros, la puerta a todas las fantasías, y penetrar en su negrura amenazante nos permitía el acceso a la categoría de héroes, atravesarlo cumplía, entre nosotros, una suerte de rito de paso, el más atrevido ¿hasta dónde llegaría?, ¿vería los enormes murciélagos?, o ¿le asustaría la luz a lo lejos de algún tranvía de horario incontrolado?, era el mayor desafío y solo los valientes intentaban penetrar en aquellas tinieblas cargadas de misterio.

La Barcenilla era el límite sureste de Reinosa, y el camino, a través del paseo de Vista Alegre, hacia Requejo. Todos los años por San Pedro, los reinosanos enfilaban esa senda para llegar a la romería del pueblo vecino. Vista Alegre era refugio de enamorados, de pandillas de adolescentes y de pescadores con grandes botas verdes de goma que aguardaban pacientes a las truchas que se deslizaban corriente abajo. Este paseo con grandes árboles y un asiento de piedra, construido en un terraplén muy cerca del lugar donde se unen nuestros dos ríos, era desde los años veinte, un lugar habitual para disfrutar de las tardes de verano, siempre muy concurrido, pero después de la guerra y como consecuencia de un plan de saneamiento, se instaló a la entrada del paseo el desagüe de las aguas fecales de la ciudad y los malos olores expulsaron a quienes lo frecuentaban. En el último tercio del siglo XX, solo algunas familias y ancianos de las casa próximas se sentaban por las tardes a disfrutar del buen tiempo y, ya al anochecer, algunas parejas aprovechaban la oscuridad y tranquilidad del lugar para saltarse los preceptos morales impuestos por una sociedad que comenzaba a liberarse poco a poco. A lo largo de los años 70, grupos de muchachos y muchachas se juntaban en aquella zona para fumar sus primeros cigarrillos y divertirse con bromas y juegos, porque, como sucede incluso en la actualidad, apenas tenían lugares donde estar juntos y sin la vigilancia de padres o adultos.

En La Barcenilla existía una enorme casa de piedra, la antigua fábrica de muebles de los Toledo, de la que hoy solo queda el solar, y escasos restos aislados de un viejo molino harinero. En ese solar, como en el poema de León Felipe, dejamos nuestra infancia. Frente a este paraje idílico, espacio de nuestros juegos, y observados por la lejana pero presente, mirada paterna, los niños jugábamos en las peñas del Calero y bajo los chopos ribereños de Vista Alegre, en el paso a nivel y corriendo de huerta en huerta, libres y felices.