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Con mi compañera de color

ⴰⴳⴰⴷⵉⵔ (Bereber). أݣادي (Árabe). Agadir, Marruecos "Chao"

ⴰⴳⴰⴷⵉⵔ (Bereber). أݣادي (Árabe). Agadir, Marruecos

Miguel Sainz se adentra en esta ocasión en en Marruecos…No tiene desperdicio

Que dicen "mis niños" que yo escribo mal. La letra de mi médico es menos ilegible que los garabatos de estos tipos. Por fortuna, sumada a mi denodado esfuerzo mi habilidad para las lenguas, ya soy capaz de decir "Carrefú" y "Macdonals" en un amplio abanico de idiomas. Si retorno a casa aquejado de raquitismo, no será por falta de oportunidades.

El veterano jardinero, portador de un imponente bigotón, extiende su manaza cuando el tiparraco de la mochila negra altera 90° la dirección para, atravesando el césped que afanosamente cuida, dirigirse hacia él. Tocado con su turbante azul, el cual le confiere un aspecto de tuareg, domina el idioma de la sonrisa. También entiende a la perfección a dónde quiero llegar y, lo que es mejor, se hace entender: "Al otro lado de la calzada". Más me vale que en sus ratos libres no sea traficante de esclavos, que soy de salud precaria.

Justo en ese momento reclama mi atención desde la distancia el risueño Aiziz, marroquí negro como un zapato, ataviado con una colorida vestimenta subsahariana, que arrastra airosamente su descomunal maleta y que, chapurreando francés y algo de inglés me ayuda a alcanzar mi objetivo coyuntural. El primero de ellos.

Esta vez he sido previsor y, a pesar de que el vuelo llegaba a buena hora, me he tomado la molestia, mientras aguardaba en el aeropuerto de Barajas a la salida del enlace, de buscar alojamiento para los dos primeros días y de indagar sobre las posibilidades de acceso desde el campo de aviación final a la ciudad: No hay conexión directa, pero sé que si me acerco hasta la carretera nacional aledaña, allí tiene parada un autobús que me dejará en la población intermedia de إنزݣان, Inezgane, ciudad de los suburbios de Agadir.

La zona de llegadas del aeropuerto está a rebosar de tipos portando carteles con nombres de las personas a las que aguardan. A todo el mundo le espera alguien para transportarle a su lugar de alojamiento. A mí me toca buscarme la vida. Me siento un privilegiado.

Son las 4 de la tarde y la temperatura es magnífica. Mi compañera de color pesa poco más de 5 kilos. Desilusión: "Maps me" me dice que hay 23 km. Si fueran 10, me lo pensaba.

Como no podía ser de otro modo, un guiri despistado deambulando por el entorno del aeropuerto con una mochila, es un imán para los taxistas deseosos de recaudar unos euros. Me piden 150 dinares, algo menos de 14€. Me parece razonable y sé que podría regatear, pero los días de que dispongo son escasos y no me puedo permitir dilapidar la ocasión de interactuar con el entorno, viajando en un medio de transporte que limitaría este intercambio. Tampoco tengo ningún plan preestablecido. Lo dicho, al bus.

Será un destartalado Dacia Lodgy de 7 plazas que allí aguarda hasta llenarse y que hace las veces de taxi colectivo el que me acerque hasta el primer destino.

Un lugareño residente en Navarra que comparte coche y que ha viajado en el mismo vuelo, decide tomar bajo su tutela al desamparado viajero y le conduce hasta la enorme y caótica parada de taxis.

"Chao", "mosquito" o "nectarina" son expresiones que, tengo la impresión, se reconocen en una amplia variedad de entornos lingüísticos. Otra de ellas es "anda, anda, no me toques los cojones". Y así, el chaval que me había guiado hasta un taxi que me transportase hasta la puerta de mi hotel, ante el enfado del conductor, me acerca hasta otro, en este caso colectivo, que me dejará a 200 metros de él, costando 10 dinares en lugar de 60 y, sobre todo, aumentando las posibilidades de interacción. Yo aprieto el paso, que el taxista al que mi perspicacia me asegura no caer bien, era grande y gordo.

Hoy, que trato desde el punto de vista del método científico la cuestión de las expresiones interlingüísticas, recuerdo que, cuando menos hace mil años, los yonkis de Liverpool comprendían a la perfección el sentido de la frase "arranca, que te rompo los dientes". El interfecto comprendió el sentido, que no la literalidad, pues, tomando en consideración que tenía una mengua de no menos de catorce piezas dentales, malamente iba a poder hacer valer mi amenaza.

De camino a la ¿Medina? Lugar que en ningún modo recomiendo visitar, me encontraré con varios rebaños de dromedarios, dispuestos para pasear a los turistas. No tardo en entablar conversación con los dos maduros y risueños camelleros, ataviados al modo beduino, que gentilmente se ofrecen a hacerme fotos. "Anda, anda, no me toques los...". Como bien podéis presumir, "gentilmente" no es sinónimo de "desinteresadamente". Parece que va a ser la frase del viaje, pues es la manera en que verbalizo mi disconformidad cuando, al meter la mano al bolsillo con intención de sacar la "chatarra" sale a relucir alguna "chocolatina" de euro, que es reclamada por los espontáneos fotógrafos: "esa, esa" indican reiteradamente. A buen sitio habéis ido a parar, salaos.

La medina, zona amurallada y en la que se realiza la actividad comercial de los artesanos, fue devastada por el movimiento sísmico que asoló Agadir en 1960. Se reconstruyó en la década de los 90 del siglo XX, siguiendo los planos e imágenes que había de ella y hoy es un lugar de postal, carente de alma, sin el bullicio que yo buscaba y en el que la artesanía pija ocupa alguno de los locales para los que fue concebida en su origen. Somos pocos los visitantes, todos guiris y, lo peor, es mediodía y no hay donde comer. Yo aquí no pinto nada. Pista.

Querrá el dios de los viajeros, que tantas veces me ha favorecido que, emprendido el camino de vuelta, esta vez recorriendo los barrios y recovecos de la ciudad, vaya a dar con un humilde mercadillo callejero en el que se vende sobre todo fruta. Un poco más allá, al lado del desordenado taller atiborrado de bicis y "Mobylettes", recordándome que estoy en la costa atlántica, se vende pescado expuesto en cajas, al aire libre. Al internarme por un angosto callejón, me llega un reconocible aroma. Con unos tablones a modo de mesas, cubiertas con manteles de hule color butano, hay un improvisado restaurante callejero del cual procede el efluvio que mi pituitaria ha captado, estimulando la secreción de un torrente de jugos gástricos, predisponiéndome para una inmediata a la par que inexcusable digestión. A una indicación del "maître", me acerco a un bidón con un grifo en el cual me lavo las manos. Comparto mesa con un par de militares que, al igual que yo, degustan unas sardinas asadas a la parrilla. La posibilidad de que los uniformados se sientan molestos me ha impedido tomar un mayor número de fotos.

Horas después, mientras tomo el café, consciente de haber comido en el lugar menos pulcro en el que hasta el momento lo hubiera hecho, pienso en el anisakis y cosas de esas. A buenas horas, mangas verdes. El camino me llevará al zoco real, el cubierto, el chulo, el "chic". Aquel en el que se puede comprar todo lo imaginable. Buen lugar para, mientras tomo el café, hablar del mundial de Catar con el joven "camareta".