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Con mi compañera de color

ЯEDЯUM

ЯEDЯUM

Miguel Sainz sobrevive a su viaje por Eslovaquia con una historia digna de 'El Resplandor'...

No. No es la emoción que sentí en el "caravanserei" de Sheki, en Azerbaiján, pero tenía ganas de dormir algún día en un sitio así, aunque siempre pensé que sería en una ciudad portuaria, no en un viejo barco fluvial de recreo reconvertido en hotel, sobre las aguas del Danubio.

La noche previa no la pasé en Poprad, en su lugar preferí acercarme a un pueblecito encajonado en los montes Tatras, por donde tenía había previsto hacer una ruta de montaña el siguiente día. El paseo nocturno en soledad para llegar aislado hotel -a las 19:00 es noche cerrada en febrero en ese meridiano- distante más de un kilómetro de la estación de Stary Smokovec, andando entre los árboles cubiertos de blanco, siguiendo el camino tenuemente iluminado por las amarillas lámparas de sodio y poniendo mis pies sobre el importante "paquete" de nieve recién caído, me resultó una imagen absolutamente bucólica. No debe de ser época alta, ya que la recepcionista, dotada de una voz pausada y sensual, me recibió después de haberme hecho esperar unos cuantos minutos a temperaturas bajo cero, con las luces del "hall" del hotel apagadas, lo cual me hizo temer que estuviera cerrado, y que no encendió siquiera cuando nos encaminamos a la oficina de recepción a formalizar el registro.

- ¿Migueeel?. "Iuuu passspoot, pliiiiisss"

- "Ies, jia itis". (Mi voz no suena pausada ni cuando farfulleo en la lengua de Newton y Dirac).

Ya en el momento en que mi compañera de color y yo nos encaminamos por la espaciosa escalinata hacia la primera planta, cubierta de una espesa moqueta de color granate, y nos topamos de frente con aquella larga alineación de puertas, que denotaban tanto el paso de los años como el escaso esfuerzo de actualización, supe que bajo el altísimo techo del pasillo deambulaban por la noche gemelas persiguiendo a niños en triciclo. Impresión que quedó confirmada al contemplar el mobiliario de la habitación. Sin duda estaba en el hotel de "El Resplandor".

No os hagáis ilusiones. A las 7 estaba en el restaurante, desayunando salami, salchichas, tortilla, tomate, bizcocho, muesli y otras "gochadas". Todo junto, claro, como es costumbre. Y, es que, como dijo mi buen amigo Alvarito, "Miguel, cómo vas a tener miedo de andar por ahí, si el que tiene mala pinta eres tú". Estoy seguro de que esa noche Jack Nicholson se acojonó y metió a su familia, fantasmas incluidos, en la habitación del pánico, donde no pegaron ojo, ansiosos porque el tiparraco renegrido y con mala traza que había acudido a pasar la noche, abandonase el alojamiento. Eso unido a mi corpulencia, que todo suma.

Con el tío del alquiler de material de esquí y montaña me entiendo mejor. Me reconoció nada más entrar a pesar de que hacía tres días que había estado allí. De este modo, a las 8:30, después de haberme caído una vez y de haber dado varios resbalones, ya le había confiado una bolsa con todo el equipaje de viaje que no me iba a hacer falta y, sin pedirme ningún tipo de identificación ni fianza, unos minutos más tarde salía del establecimiento con la ferralla en la mochila, hacia el lugar recomendado tanto por él como por Petra, la dependienta "mejicanoparlante" de la tienda de montaña.

Una vez rellenado el termo de chocolate en la máquina de la estación, tomo el tren, que serpentea camino de Tatranska Lomnika entre el denso bosque de abetos cubiertos de nieve recién caída, mientras, a nuestra izquierda, cuando salimos a algún claro o atravesamos algún hermoso pueblecito de corte alpino, podemos recrearnos con la aterradora silueta del omnipresente monte Lomniky. Esquíes, mochilas, piolets, polainas, botas, raquetas, cazadoras...el ambiente es montañero. Me siento cómodo. A los que somos "diámbulos", los dioses de los viajes y las montañas nos obsequian permitiéndonos gozar de estos pequeños placeres. Gracias.

Wielicky, Rutkiewicz, Kukuczka, Kurtyka...esos y otros alpinistas polacos, señores de las montañas, que muchos admiramos y de los cuales alguno, milagrosamente, está aún entre nosotros, era a esta región a las que acudían a entrenar. Cumbres que apenas superan los 2600 metros, como nuestros Picos de Europa, pero que han forjado a fuego -y hielo- una legión de indomables montañeros, más que dignos representantes de ese pueblo acogedor, aguerrido y valeroso. Estoy en el otro lado de la frontera y el calor con que soy tratado no desmerece.

Levantarse antes de las 7, alquilar el material, coger un tren a Tatranska Lomnika, hacer una ruta de 24 km por nieve, coger un autobús desde Tatranska Lomnika hasta Stary Smokovec, devolver los crampones antes de las 5, coger otro tren a Poprad y desde ahí otro a Bratislava (4 horas), buscar alojamiento...es el plan de hoy. Y todo esto a salto de mata. Cuando a las 11 de la noche llego al "botel", lo tengo claro. No, este sábado tampoco salgo a tomar cervezas. Pero eso sí, tomar una Kofola (aquí aún se vende el refresco de cola de la época de dominación soviética, cuando la Coca cola estaba prohibidísima) a mediodía, en el refugio de Zelenom, al lado del lago homónimo, es un placer del que no me privo a pesar de la premura con que he de proceder.

Me cuentan que a estas horas, 11 de la mañana del domingo 1 de marzo de 2020, anda un tipo con una mochila negra y cara de mala leche deambulando por el aeropuerto de Viena. Sus motivos tendrá. Quizá venga de un viaje y se le haya hecho corto, quizá no le hubiera importando seguir conociendo ciudades, recepcionistas de voz sensual, viandantes afónicos que le guían, montañas, dependientas eslovacas que hablan español con acento mejicano, responsables de tiendas de alquiler que se fían, vendedoras de billetes de tren que aconsejan o conductores de autobús que le avisan cuando llega. No tengo que hacer un gran esfuerzo para imaginarle pensando en cuál será su siguiente destino. Ayer le propusieron volver a Georgia y la idea, por la cara que puso, le debió de parecer sugerente. Quién sabe. 

P.D. Pobre diablo. Qué poco se imaginaba el infeliz viajero en febrero de 2020 lo que se le vendría encima.

Miguel Sainz visto por si mismo:

Gran urbe y montaña, hogareño y viajero, el más cagón y el menos pusilánime, estudiante de Matemáticas y profesor de Física, abierto y antisocial, riguroso y anárquico. Hago muchas cosas y, sin embargo, todas mal. Una de las que peor, viajar. Allí mismo y ¿qué pintó aquí?. Ah, y si algún día te cruzas por ahí con un dandy, bien peinado y rasurado y vistiendo un traje de Armani, acércate a saludarle; seguro que no soy yo.

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