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La balconada

Con la maleta cargada de sueños

Manolo Fernández, fue uno de aquellos emigrantes españoles que marcharon a Europa en busca de un futuro mejor

Con una maleta ligera de pertenencias, pero repleta de sueños partió, Manolo Fernández, hace 60 años hacia Suiza en busca de un futuro mejor. Su viaje es un periplo hacia lo desconocido, hacia un mundo nuevo que se abrió ante los ojos asombrados de aquel joven de 24 años que por vez primera dejaba España. Una aventura forzada por la necesidad, con un objetivo claro, conseguir ahorrar para abrir algún día su propio taller de carpintería en España

Corría el año 1962, cuando muchos españoles emigraron, dejando atrás la precariedad de una España empobrecida, "una realidad, que hoy en día se ha invertido por fortuna" matiza Fernández, y que él vivió de primera mano, en un país que lo recibió con grandes expectativas y le ofreció las oportunidades que estaba buscando. Se integró sin problema a pesar de la barrera del idioma. La clave, dice, "respetar las costumbres y acatar las normas".

Porque como el protagonista de la película "Un franco, 14 pesetas", encontró un país organizado, cuidadoso con su naturaleza, sus habitantes y su patrimonio. A sus 85 años, con una memoria prodigiosa, recuerda con entusiasmo cada anécdota vivida allí durante más de tres años, las magníficas condiciones laborales y el respeto con el que fue tratado.

Habilidoso ebanista, formado en el taller Díaz Vicario de Reinosa, se replanteó su vida cuando la empresa redujo a la mitad su plantilla. Ante las pocas perspectivas laborales en Reinosa, optó por marchar a Eibar con su hermano. Tras un año de trabajo, puso la mirada en Europa porque como dice "ya que hay que salir de casa, da igual poner kilómetros por delante y en Suiza los sueldos eras muy buenos, llegué a ganar 7 francos la hora, casi 100 pesetas, en España eso era impensable," comenta.

Con la avidez de conocer, de aprender, de admirar más allá de fronteras, desde que pasó Hendaya realizó todo el trayecto hasta París de pie en el pasillo mirando por la ventanilla del tren, tal era su curiosidad por adentrase en nuevas culturas, en nuevos paisajes, en descubrir esas construcciones diferentes que pasaban ante los ojos de un joven que apenas había salido de Campoo. Después de dormir en un banco de Paris, con su pasaporte, bien peinado y trajeado para que lo tomaran por turista, sin permiso de trabajo y sin hablar una palabra de francés, llegó a Suiza sin mayores contratiempos. Rápidamente encontró trabajo en la construcción de la autopista Lausanne-Ginebra, como encofrador de carpintería. Las condiciones laborales eran extraordinarias para la época, 40 horas semanales, con vivienda, comida e incluso pagas extras cada día que la climatología era adversa por lluvia o nieve.

Tras un año, nuevamente se planteó un cambio a una fábrica de ebanistería en Ginebra. En ella aprendió mucho en cuanto a las nuevas tecnologías, la forma de trabajar y sobre el uso de avanzadas máquinas de carpintería. Le gustaba esa ciudad bien cuidada con numerosos parques, pasear por el lago Lemán, admirar la fuente central de agua con su chorro que alcanza los 140 metros de altura, ver a las ardillas comer de la mano de los caminantes, los patos anidando a la orilla, porque la protección a la naturaleza era sorprendente, tanto como el respeto que tenían a la propiedad privada. "En las estaciones los periódicos se colocaban sin vigilancia y la gente depositaba el dinero en una hucha, jamás nadie cogía nada que no fuese suyo" explica el carpintero.

También eran admirables la educación, la limpieza, las conversaciones en voz baja. "Los españoles, sobre todo los andaluces, enseguida montaban juerga y en esas ocasiones no les miraban muy bien" evoca Fernández moviendo la cabeza. Pero él tuvo amigos Suizos por su discreción y porque formaba parte del equipo de fútbol de la empresa. Lo valoraban por lo bien que jugaba, con modestia reconoce que no era tan bueno, "aunque sí mejor que ellos" señala riéndose. Allí se sintió muy estimado y nunca rechazado por inmigrante. Lo peor, la soledad, estar lejos de la familia, su mujer había regresado a España y "por muy bien que estés la nostalgia de tu país es terrible, los fines de semana se me hacían interminables". Así que cuando ahorró lo suficiente se volvió a España.

Aún así, tuvo que regresar a Suiza otro año más, con lo que pudo finalmente abrir en Santander su primer taller. Trabajador infatigable llegó a tener hasta tres locales. El clima de Santander que no era bueno para sus hijos, lo trasladó otra vez a sus orígenes, Reinosa, donde se instaló definitivamente inaugurando Maderas Manolo. Con el tiempo abrió una tienda de cocinas y decoración en Santander y otra en Reinosa que es la que hoy mantiene junto con la empresa familiar de ebanistería que continúan sus hijos.

En sus ojos aún se observa ese brillo de emoción al mirar las fotos de su estancia en el país de los cantones y la satisfacción de haber vivido una enriquecedora experiencia que comenzó con una vieja maleta y que le ayudó, como a tantos españoles, a prosperar y a mejorar, en definitiva, a alcanzar ese territorio de los sueños cumplidos.

 

(Fotos: Manolo Fernández con indumentaria del país; con amigos en un lago; con compañeros en Suiza -segundo por la izquierda-; y en uno de los castillos a orillas del lago Leman)

*Pilar Lorenzo Diéguez estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en el Diario Montañés y en la Agencia EFE. También dirigió el Periódico El Cañón de Reinosa. Actualmente trabaja en el Servicio de Administración de Hospital Tres Mares. Además, desarrolla su afición, la escritura creativa, escribiendo relatos, reconocidos con algún que otro premio literario.*